lunes, 22 de abril de 2013

Para el debate teórico

Artículo sobre "Lo político y la interculturalidad"
 Debates Latinoamericanos. Año11, volumen 1/2013 (abril), Nº 21 - ISSN 1853-211X
http://revista.rlcu.org.ar/numeros/11-21-Abril-2013/documentos/Vior.pdf

Lo político y la interculturalidad


por Eduardo J. Vior

Resumen

Aunque los actuales procesos reformistas en América del Sur han restablecido la estructura y el peso de los Estados nacionales en las respectivas sociedades, no eliminaron los movimientos y prácticas pluriculturales surgidas en años precedentes, sino que se articulan con ellos en formas diversas. Esta convivencia de códigos culturales heterogéneos genera problemas para el estudio, la formulación y la práctica de "lo político" que en esta ponencia se abordan desde una perspectiva intercultural. Se trata de redefinir las posibilidades de utilizar el concepto de sistema político en la fase actual del desarrollo de los países sudamericanos considerando su heterogeneidad cultural.
Palabras-clave: lo político – interculturalidad – sistema político – Estado nacional

Abstract

Even if the currently South American reformist processes have restore the structure and weight of the National States in their respective societies, they didn’t remove at all the pluricultural movements and their practices, that arose in the years before, but they articulate themselves with these new phenomena in diverse forms. This coexistence of heterogeneous cultural codes generates many troubles by the study, formulation and praxis of Politics, that in this contribution are dealt from an intercultural approach. It’s about redefining the chances to use appropriately the concept of “political system” at the actual stage of development of the South American countries, without neglecting their cultural heterogeneity.
Key-words: Politics – Interculturality – Political System – National State

1.      Introducción

Las masivas intervenciones que los regímenes autoritarios que rigieron en América Latina entre las décadas de 1960 y 1980 realizaron en los conflictos sociales y culturales y la debilidad de los regímenes posteriores de transición a la democracia redujeron la capacidad de los Estados nacionales para imponer patrones de subjetivación y de sociabilidad hegemónicos. Este debilitamiento permitió primero el surgimiento de referencias identitarias diferentes al modelo nacional que desde la década de 1980 se desarrollaron potentemente asumiendo funciones y tareas que antes correspondían a los Estados y asegurando la gobernabilidad. Al mismo tiempo se estructuraron redes asociativas transnacionales que a veces tuvieron alcance continental, complementando y a veces sustituyendo las referencias a los Estados nacionales como marcos para ala presentación de demandas y la articulación de intereses.
Aunque los procesos comunmente denominados como "neodesarrollistas" que fueron asumiendo el poder en casi toda América del Sur y en América Central a partir de principios de siglo fortalecieron nuevamente la estructura, el peso y la capacidad representativa de los Estados nacionales en las respectivas sociedades, no eliminaron las instituciones, organizaciones, movimientos y prácticas pluriculturales existentes o en surgimiento, sino que se fueron articulando con ellos en formas diversas.
A partir de la experiencia de investigación sobre las condiciones de acceso al ejercicio de los derechos políticos por parte de comunidades de origen inmigrante en Alemania, Argentina y en las Tres Fronteras entre Argentina, Brasil y Paraguay que el autor recogió en sucesivos proyectos realizados respectivamente en 2002/03, 2004/06, 2009/10 y desde 2011 (Vior/Manjuk/Manolcheva, 2004; Vior, 2006; 2010), del estudio histórico comparativo entre dichas experiencias y del análisis sistémico[1], desde una perspectiva intercultural de los derechos humanos en el siguiente trabajo se discuten las articulaciones entre las relaciones interculturales y las configuraciones de los espacios políticos.
Al comenzar en 2002 a indagar el estado de los estudios empíricos sobre la formación cívica de jóvenes de socialización musulmana en Alemania[2], todos los colegas y funcionarios a los que el autor entrevistó, para comenzar a diseñar su proyecto, le respondieron unánimemente que “no existen iniciativas democráticas en la formación cívica de jóvenes musulmanes”. Detrás de esta afirmación se escondía la definición de democracia como democracia liberal representativa. Obviamente era imposible que iniciativas surgidas en comunidades mayormente de origen turco y trabajador orientaran su trabajo de capacitación juvenil a influir sobre la representación parlamentaria. Ya entonces quedó claro que esta perspectiva limitaba el espacio de la participación política a las instituciones y mecanismos del Estado liberal.
Coincidiendo con algunos estudios realizados comparativamente en Europa Occidental en aquella época (Koopmans, 1995; 1999; 2000), las investigaciones posteriores del autor sobre la participación política de comunidades de origen inmigrante realizadas en Argentina en el Área Metropolitana de Buenos Aires y en el Valle Inferior del Río Negro mostraron que para los funcionarios y la mayoría de los académicos lo político se limita a las instituciones y prácticas legalmente reconocidas. Todo reclamo o puja por intereses formulado fuera de los códigos establecidos de la representación/delegación aparece como no político, perteneciente a la esfera de la sociedad civil o de los movimientos culturales y, por consiguiente, como resoluble por la vía administrativa y/o policial. En consecuencia no cabría a estas iniciativas reclamar participación en la formulación, gestión y seguimiento de las políticas públicas que las atañen. A lo sumo podrían canalizar sus reclamos a través de las representaciones políticas establecidas.
Es innegable que en todas las latitudes existen grupos de origen inmigrante que aceptan la imposición recién mencionada, se deculturan y se asimilan a la sociedad de acogida buscando influir sobre los sistemas políticos mediante la representación formal, aunque ya no como comunidades de origen inmigrante. Además de la opción asimilacionista debe considerarse la búsqueda de representaciones y participaciones grupales en el marco de modelos políticos multiculturalistas (EUA, Canadá, Gran Bretaña y Holanda)[3], la participación en niveles “pre-políticos” (Alemania, Suiza), el enguetamiento (Francia) y la negativa a la participación y, finalmente, la distribución táctica de la participación política a través de redes diaspóricas entre distintos países y según las circunstancias (sintis y romas, coreanos, ecuatorianos, etc.) (Brubaker, 1989; Giugny/Passy, 1999).
En todos los casos se plantean las mismas preguntas sobre las condiciones de acceso a lo político: ¿En qué condiciones un grupo de origen inmigrante decide presentar sus demandas ante el Estado y bajo cuáles decide o acepta que las mismas adquieran un carácter político? ¿Quién determina, con qué criterios y bajo qué condiciones, si las demandas de un grupo por derechos insatisfechos pueden/deben ser consideradas y tratadas como políticas? ¿Cómo se modifican las características de las prácticas y las instituciones políticas al responder positiva o negativamente a tales demandas?
Podría argumentarse que la preocupación esbozada es exagerada y que con el tiempo las comunidades de origen inmigrante se irán integrando y asimilando, hasta perder su identidad y fusionarse con las sociedades de acogida. Esta perspectiva despreocupada se ve contradicha por las múltiples experiencias internacionales de comunidades que se reetnizan, construyendo identidades separadas de la cultura de acogida y fuertemente renitentes a todo tipo de incorporación, o se detienen en su proceso de deculturación/aculturación, generando híbridos que no ofrecen resistencias activas, pero tampoco se dejan incorporar. En todos los casos se producen “disonancias culturales” que afectan la validez de los sistemas hegemónicos de valores, normas y símbolos, poniendo en consecuencia en cuestión tanto los mecanismos de representación como el acatamiento de los actos de gobierno y de las disposiciones de la Justicia.
La visión estática predominante, que supone que sólo las comunidades de origen inmigrante deben modificarse y/o disolverse en tanto comunidades, para hacer posible su completo goce de derechos, no sólo impide la búsqueda de acuerdos y compromisos entre el Estado y dichos grupos, sino que también produce grandes daños en la legitimidad y eficacia del Estado. Un Estado constitucional que extrae impuestos de poblaciones que no tienen acceso a los derechos -especialmente a los políticos- pierde credibilidad. Y cuando pierde credibilidad, pierde poder normativo: Ante el descrédito de la autoridad importantes grupos poblacionales tienden a autorregularse, con las consecuencias de ilegalidad y criminalidad imaginables. Al mismo tiempo las instituciones y los agentes estatales se ven impulsados -fáctica o formalmente- a actuar casuísticamente en sus relaciones con estas minorías para cubrir el vacío de consenso normativo que se ha producido. Este casuismo lleva rápidamente a la arbitrariedad y la corrupción.
Estas cuestiones no se plantean en un ámbito neutro. Todas las corrientes teóricas están de acuerdo en que atender las demandas por derechos insatisfechos de las comunidades de origen inmigrante implica tratar de algún modo las diferencias culturales que influyen en las percepciones, las prácticas y la organización de lo político. Análogamente, a esta altura del proceso de investigación mencionado, pueden extenderse estas consideraciones a otras minorías (o grupos minorizados) indígenas y afrodescendientes. En este trabajo se reflexiona por consiguiente en general sobre las condiciones y formas de la acción y los discursos políticos en sociedades pluriculturales.
Estos conflictos son parte de construcciones de ciudadanía dirigidas a ampliar y modificar el espacio y las formas de ejercicio de los derechos humanos dentro de la escena política y, por consiguiente, afectan la constitución y las formas de los sistemas políticos.
Por esta vía el estudio de estos procesos de negociación intercultural sobre la determinación de los límites de lo político y quién está habilitado para traspasarlos sirve para comprender el funcionamiento de los sistemas políticos, al poner de manifiesto la dinámica contradictoria entre apertura/flexibilidad y estabilidad que anima a los mismos. Éste es el nivel conceptual en el que esta indagación adquiere contexto histórico y referentes empíricos.
Para el tratamiento del tema propuesto, en el trascurso del trabajo primero se presenta la aproximación intercultural a los derechos humanos que el autor ha desarrollado en otros trabajos como instrumento epistemológico para el análisis de los procesos de acceso a los derechos y construcción de ciudadanía. Luego se exponen algunos conceptos centrales (poder, sistema político) y se presenta una tipología sobre las relaciones entre los procesos reformistas vigentes en América del Sur y las diferentes formas de incorporación de las minorías étnicas y culturales a los sistemas políticos. Finalmente se formulan algunas conclusiones generales pensadas principalmente como punto de partida para futuras investigaciones sobre la relación entre sistemas políticos e interculturalidad.

2.      El valor hermenéutico de la aproximación intercultural a los derechos humanos

En numerosas publicaciones de los últimos años el autor ha desarrollado su visión sobre la aproximación intercultural a los derechos humanos y el valor hermenéutico que la misma puede tener para el estudio del desarrollo político (Vior, 2007a; 2007b; 2008; 2012). Desde una perspectiva a la vez histórica y lógica se afirma que toda comunidad humana desde el origen mismo de la humanidad ha tenido nociones compartidas de dignidad del ser humano y de su derecho a resistir a la opresión y que, en la medida en que las comunidades han incluido estas nociones en sus relaciones con el poder público, puede hablarse de una universalidad de los derechos humanos desde los tiempos más tempranos y en todas las regiones del mundo. Por supuesto que este desarrollo emancipador ha convivido desde siempre con tendencias opresivas originadas en miedos ancestrales y en el expansionismo de pueblos conquistadores. Opresión y emancipación son, entonces, dos tendencias omnipresentes en la historia de las culturas humanas que se entrecruzan e intercambian constantemente.
El proceso de los derechos humanos es en consecuencia universal, pero sólo puede estudiarse bajo formas culturales particulares. Para restablecer la universalidad de su desarrollo, es necesario identificar repeticiones en las respuestas que los Estados dan a los reclamos individuales y grupales por derechos humanos insatisfechos. En el caso de estudio que aquí interesa se trata de establecer repeticiones en los modos de tratamiento estatal de las demandas por la vigencia de los derechos políticos de minorías étnicas y culturales. Estas series de relaciones pueden tipificarse, permitiendo generalizaciones de alto valor heurístico.
Al comparar culturas, debe tenerse en cuenta que éstas no son homónimas, que sus interrelaciones en el sistema mundial están determinadas por relaciones de dominación y coloniaje que tienden a desestructurar las dominadas y dar a las dominantes un hálito de universalidad engañosa. Para no reproducir los ideologemas de los discursos dominantes, el investigador tiene dos alternativas metodológicas complementarias: reconstruir las condiciones históricas tanto de surgimiento como de reconstitución de dichas “universalidades” dominantes y/o replicar este análisis en el estudio de las condiciones de reconocimiento de las demandas por derechos de grupos subalternos. Al hacerlo, es preciso tener en cuenta que las culturas sometidas, aun perdiendo su coherencia por los procesos de aculturación y reculturación a los que están permanentemente sometidas, siempre inciden en las dominantes modificando el orden de sus supuestos y cambiando el sentido de sus afirmaciones. En consecuencia, hay que considerar siempre la posibilidad de inferir el lugar de los derechos humanos en las culturas subalternas analizando sus efectos sobre las culturas dominantes, aun cuando las primeras hayan perdido visibilidad y el monopolio de la segunda sobre el espacio moral y simbólico de la comunidad política parezca absoluto. Finalmente, es también necesario considerar que toda cultura está signada por relaciones intraculturales de desigualdad en la apropiación y alocación de bienes simbólicos y materiales. En tanto horizonte de significación, por más que una cultura esté dominada por otra, siempre estará influenciada por luchas entre sus integrantes para determinar el sentido de las afirmaciones y valoraciones.
Puede sintetizarse el problema diciendo que las culturas sólo existen y se desarrollan como horizontes de significación en un entramado de relaciones inter- e intraculturales en las que se dirime cuál es el discurso competente con habilidad y reconocimiento para fijar los valores, normas y símbolos orientadores de la comunidad (Bhabha, 1994; Bourdieu, 1993 y 1997; Brah, 1996; Gracía Canclini, 1992; Gupta/Ferguson, 1992).
En consecuencia, en este trabajo se encara el tratamiento del tema desde una aproximación intercultural a los derechos humanos que subraya la universalidad de los mismos en tanto pluriversidad de horizontes de dignificación dispuestos a traducirse mutua y constantemente, infiriendo de esta pluriversalidad la posibilidad de establecer un criterio regulador para el estudio del desarrollo político (Bonilla, 2006a; 2006b; 2007; Fornet-Betancourt, 2000; 2003; 2004; Fornet-Betancourt/Sandkühler, 2001; Pannikar, 2003; Salas Astrain, 2003).
En tanto instrumento para la traducción multidireccional de las relaciones de homología en las que se dirimen los derechos humanos en cada cultura, la aproximación intercultural a los derechos humanos sirve como principio regulador, permitiendo sacar conclusiones generales sobre el sentido de los desarrollos históricos de cada una y de sus interrelaciones. Así, además de marco normativo, se convierte en un instrumento hermenéutico de primer orden para evaluar el sentido del desarrollo histórico.

3.      Poder, discurso, política y sistema político

A partir de los trabajos señeros de M. Foucault (1970; 1973) se sabe que el poder es un fenómeno omnipresente en las sociedades humanas, que no puede explicarse mediante un esquema cuantitativo (entre los que tienen “más” poder y los que tienen “menos”) ni mediante una topología “arriba/abajo”. Como regulador disciplinario de la corporeidad el poder es un sistema de relaciones en tensión permanente entre el disciplinamiento necesario para asegurar la vida y los excesos del mismo que actúan en sentido neurótico. Precisamente son estas tendencias neuróticas las que llevan a ejercer poder sobre y contra otros.
Gracias a estos avances se sabe cómo funciona el poder, sin saber todavía qué es. La etología del mismo, que pone de manifiesto su omnipresencia, su carácter fluido, sus tendencias intercambiables a la concentración y a la difusión, su capacidad de influir sobre otros y la facilidad con la que pasa de la creación a la destrucción inducen a caracterizarlo como una forma de energía.
En trabajos anteriores el autor ha definido el poder como “el sistema de energías apto para la producción, circulación y reproducción de la vida” (Vior, 2002; 2012:20-22). Esta metáfora económica, tomada del ciclo del capital descrito por K. Marx, sugiere que el proceso de generación, circulación y reproducción del poder está signado por relaciones sociales heterónomas, las recorre y las reconstruye. Pero el poder no existe como un sistema de energías independientemente de los seres humanos, sino que sólo puede constituirse por acción u omisión de la voluntad de los mismos. El poder es el efecto de la acción de la voluntad que genera este tipo de energía. El sistema energético del poder es un sistema de voluntades heterónomas encontradas. Cuando el poder tiene efectos públicos, se habla de poder político. Aquí se define lo político como conjunto de concepciones y prácticas de poder con efectos públicos.
Estas energías pueden influir sobre otros seres humanos a través de los discursos. Los discursos son constitutivos de sistemas simbólicos y de imaginarios identitarios. No hay un antes y un después entre el poder y el discurso: el discurso se organiza en torno a relaciones de poder y éstas sólo pueden actuar por medios discursivos. Por eso es que las relaciones de poder son constituyentes de la identidad individual y grupal que determinan las formas en las que se dan las relaciones de poder.
Como estas configuraciones identitarias conforman culturas y éstas son sistemas simbólicos productores de sentido, las relaciones de poder sólo pueden manifestarse a través de formas culturales específicas. Por consiguiente, las relaciones interculturales deben analizarse como relaciones de poder producidas y puestas en circulación a través de discursos encontrados. Considerando la heteronomía entre las culturas, debe tenerse en cuenta que muchos de estos discursos aparecen como fragmentos discursivos cuyo horizonte de sentido debe ser reconstruido analíticamente.
Si el poder se convierte en poder político cuando tiene efectos públicos, todo ejercicio de poder puede considerarse como político, en tanto alcance efectos públicos. Es decir que pueden considerarse como políticas múltiples formas de ejercicio del poder que exceden a las prácticas ejecutadas dentro y desde el sistema político institucionalizado. Sin embargo, por la centralidad que los Estados nacionales siguen teniendo para la satisfacción de demandas por derechos insatisfechos, así como para la articulación y la integración de intereses, aquellas formas de poder político que no están integradas en los sistemas formales viven en una relación ambigua con los mismos: o son absorbidas o se descomponen o conforman polos de articulación políticos informales o contrahegemónicos. A la vez, que los Estados tengan una forma nacional quiere decir que, para alcanzar status político, los discursos que aspiran a tener reconocimiento dentro de los sistemas políticos deben referirse creíblemente a la imagen nacional (Vior,1991: caps. 1-4; 2005b; 2011) Por esta razón en esta contribución se estudian las relaciones entre interculturalidad y política concentrando la atención en las formas en que las pujas en torno a la incorporación de minorías étnicas y culturales a los sistemas políticos modifican la estructura, el modo de funcionamiento y la eficacia de los mismos.
Todas las formas de incorporación al sistema político enunciadas más arriba tienen en común la necesidad de que existan mediadores interculturales capaces de traducir las necesidades de estos grupos en demandas, hacerlas públicas, formar coaliciones con grupos con demandas equivalentes y negociarlas con el Estado. Los mediadores interculturales (Vior/Dreidemie, 2011) son personas o grupos, generalmente pertenecientes a las comunidades de origen inmigrante y a otras comunidades minorizadas que por capacidades especiales tienen la habilidad para traducir las necesidades de estas comunidades subalternas a los lenguajes que el discurso dominante puede entender y, en consecuencia, para negociar con representantes y funcionarios públicos la satisfacción de las demandas de sus grupos de origen. Cuando estos mediadores logran extender sus reivindicaciones, asimilándolas con las de otros grupos equivalentes, y formar coaliciones con éstos, como necesariamente las mismas tienen resonancia pública, sus comunidades de origen han trascendido -bajo la forma que sea- el ámbito social para convertirse en actores políticos. En la medida en que “mediadores interculturales” surgidos de las comunidades mencionadas logran traducir sus demandas sectoriales a los códigos simbólicos del Estado y del sistema político y presentarlas como representativas de las necesidades y expectativas de amplios sectores de la población, aquéllas se convierten en políticas y adquieren reconocimiento como “discursos competentes”.
El pasaje a la política es, por consiguiente, contingente. Depende de las estructuras políticas, económicas y sociales, de las culturas intervinientes, de la coyuntura y de las configuraciones psicosociales de los grupos en contacto, así como de la eventualidad de que surjan mediadores interculturales en las comunidades de origen inmigrante que sean capaces de articular demandas por derechos insatisfechos, traducirlas y generalizarlas como políticas.

4.      Sistemas políticos e interculturalidad en América del Sur

Los sistemas políticos en América del Sur han sido tradicionalmente restringidos. Tanto las relaciones entre los sistemas políticos y los regímenes de acumulación capitalistas periféricos como los modos coloniales de articulación cultural predominantes han inducido la configuración de sistemas políticos formales que presentan grandes disociaciones por un lado respecto de las masas de población excluidas como por el otro respecto de los centros de decisión. Desde la estructuración de los Estados oligárquicos en el siglo XIX los centros de decisión han estado ubicados en la mayoría de los países y en casi todo el tiempo fuera de los sistemas políticos formales. Este fenómeno produjo una superposición de prácticas interrelacionadas entre los procesos decisorios (e instituciones de hecho) y los procesos formales de la representación y el ejercicio del poder político.
A mediados del siglo XX fenómenos de diferentes duraciones (el velazquismo ecuatoriano, el trabalhismo brasileño, el MNR boliviano y el peronismo argentino entre otros) quebraron este esquema incorporando a los sectores subalternos a los sistemas políticos, pero a más tardar en la década de 1970 estos procesos fueron repelidos y anulados por las dictaduras autoritarias de nuevo tipo y el establecimiento de la hegemonía neoliberal.
Los regímenes democráticos posteriores, subordinados a las políticas neoliberales y a la renovada dominación norteamericana, no pudieron devolver a los sistemas políticos su efectividad, porque las decisiones se tomaban fuera de los mismos, en los organismos y centros financieros internacionales y nacionales. Por esta razón entre otras en las décadas de 1980 y 1990 se desarrollaron nuevos movimientos sociales que se hicieron cargo de numerosas tareas sociales y económicas, sustituyendo a los Estados y a los sistemas políticos, mientras aseguraban la gobernabilidad local y sectorial. Cuando a partir de comienzos de siglo nuevos regímenes surgidos de la crisis de los sistemas políticos (en algunos casos, como Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, de su estallido) relanzaron políticas de desarrollo económico con inclusión social y acumularon poder en base a coaliciones amplias de sectores subalternos variados, desprendimientos de los sistemas políticos tradicionales y grupos económicos hasta entonces subordinados a las grandes corporaciones y al capital financiero, los sistemas políticos recobraron su efectividad. Esto se dio en gran parte, porque al carecer de bases de poder propio, las nuevas elites dirigentes deben apoyarse en las mencionadas coaliciones heterogéneas y fluctuantes, o sea que están compelidos a hacer política permanentemente, buscando compromisos entre las fuerzas propias y aliadas y movilizando masas contra los todavía poderosos grupos dominantes de antaño y sus respaldos internacionales. Las decisiones ya no se toman preponderantemente en círculos empresarios, sino en comandos políticos necesitados de legitimación y, por consiguiente, obligados a justificarse permanentemente. Esta búsqueda de legitimación transparenta la política, mostrando los procesos de formación de opinión, el establecimiento de las agendas y los problemas inherentes a la ejecución de las políticas públicas en condiciones de lucha permanente.
Estos procesos de revigorización de los sistemas políticos pueden clasificarse en dos tipos diferentes, según sea que se ha producido la refundación de los sistemas mediante procesos constitucionales (Bolivia, Ecuador y Venezuela) o se esté produciendo la lenta y progresiva adaptación de los antiguos sistemas a los nuevos regímenes de acumulación en construcción (Argentina, Brasil, Paraguay, Perú y Uruguay). Esta tipología incluye los modos de incorporación de los movimientos sociales y, en especial, las formas en que los sistemas políticos se modifican y permean asumiendo la politicidad de las relaciones entre las culturas involucradas.
Mientras que en los países que refundaron sus sistemas políticos los movimientos indígenas y afrodescendientes fueron en principio incorporados a los sistemas políticos[4], en aquéllos que están realizando transiciones lentas desde los viejos sistemas políticos a otros de forma todavía imprecisa, los discursos nacionales de inclusión tienden a subsumir las diferencias culturales bajo apelaciones al reconocimiento de “la diversidad”. Esta subsunción dificulta el reconocimiento político de las formas culturales específicas de estas comunidades para ejercer sus derechos y negociar intereses. En consecuencia, las políticas de inclusión (y por momentos también de movilización) que los nuevos regímenes aplican para ampliar su representatividad y legitimidad se desenvuelven en medio de reiterados conflictos con los liderazgos comunitarios por el control de los mecanismos e instrumentos de la intermediación entre el Estado y los movimientos sociales.
En ambos tipos de sistemas las relaciones entre las nuevas elites dirigentes de los procesos reformistas y los liderazgos comunitarios de las comunidades culturales subalternas son conflictivas. La articulación entre ambas dentro de los nuevos sistemas políticos funciona dificultosamente (como en Bolivia) o no funciona (como en Ecuador). De ese modo se producen fisuras en la coalición reformista que pueden conducir a crisis de gobernabilidad. En los sistemas en transformación progresiva, en tanto los discursos oficiales enmascaran el reconocimiento de las diferencias culturales, la mediación entre los sistemas políticos y las reivindicaciones de las minorías étnicas y culturales no se da o funciona sólo esporádicamente.
Como síntesis de esta comparación puede afirmarse que existe una contradicción entre la necesidad de las elites reformistas por ampliar su base de sustento, para vencer en la lucha contra las viejas elites oligárquicas y el capital financiero y sus dificultades para aceptar el establecimiento de centros alternativos de poder popular en condiciones de integrarse a los sistemas políticos, pero conservando su autonomía relativa. Su principal diferencia consiste en que, mientras que en los países que han refundado sus sistemas políticos se ha intentado incorporar a los grupos minorizados indígenas y afrodescendientes a los sistemas políticos, en los países que se encuentran en transición entre los viejos y los nuevos sistemas políticos se procura mantenerlos al margen, aunque vinculados por distintas prácticas y mecanismos de negociación[5]. En ambos tipos de procesos la ampliación de los sistemas políticos parece haber tocado los límites que les imponen las estructuras culturales coloniales y racistas de dominación. Es legítimo preguntarse entonces, si existe alguna posibilidad de resolver el dilema así planteado: las elites reformistas precisan ampliar los sistemas políticos, para consolidar su poder frente a las viejas elites y las presiones internacionales, pero por distintas razones no pueden prescindir del apoyo de facciones y aparatos conservadores que les son aliados.
Para explorar las posibilidades de resolver este dilema se revisa a continuación el lugar del concepto de sistema en la teoría política. Luego se discute la implementación histórica y política del concepto de interculturalidad y finalmente, en las conclusiones del presente trabajo, se vinculan ambos conceptos, para explorar la posibilidad de repensar la noción de sistema político de un modo más flexible que permita procesar la heterogeneidad cultural de nuestras sociedades.

4.1.    El concepto de sistema en la teoría política

El término “sistema político” fue traído al campo de la Ciencia Política desde el terreno de la informática, la teoría cibernética de las comunicaciones y la llamada teoría de los sistemas generales propuesta por L.v. Bertalanffy (1976), pasando por la sociología de T. Parsons (1982), con el propósito expreso de construir categorías de análisis y enfoques conceptuales novedosos que permitieran romper con el enfoque jurídico e institucional dominante en los estudios políticos hasta la mitad del siglo XX.
En la Ciencia Política norteamericana de los últimos cincuenta años principalmente dos orientaciones (la estructural-funcionalista y la cibernética) han utilizado esta categoría para el análisis de regímenes y prácticas políticas. La primera ha puesto el acento en la estructura de los sistemas políticos, identificando las funciones de sus partes (Almond/Powell, 1966). Sus autores han procedido sobre todo de modo comparativo. En otra obra Gabriel Almond definió el sistema político del modo siguiente:
“Un sistema político es un sistema de interacciones, existente en todas las sociedades independientes, que realiza las funciones de integración y adaptación, tanto al interior de la sociedad como en relación con las otras, mediante el uso o la amenaza del uso de la violencia física más o menos legítima”. (Almond/Coleman, 1960:7)
El sistema político desempeña las siguientes funciones que el autor identifica sobre la base del estudio de las actividades propiamente políticas de los sistemas occidentales. Por el lado de los insumos:
  1. socialización y reclutamiento político (es decir, la formación de determinadas actitudes, valores y creencias para la posterior incorporación de los sujetos al sistema);
  2. articulación de intereses (mediante la cual los grupos sociales llevan al sistema sus acciones);
  3. agregación de intereses (mediante la combinación de intereses en formulaciones generales y por medio del reclutamiento de personal comprometido con una cierta orientación política) y
  4. comunicación política (por medio de la cual se realizan todas las demás funciones).
Por el lado de los productos el sistema realiza tres funciones que se explican por sí mismas:
  1. elaboración de normas;
  2. aplicación de normas y
  3. juicio conforme a las normas.
Habría que decir que estas tres funciones evocan -lo quiera Almond o no- la clásica división del poder público en tres ramas. Esta definición carece de referente empírico. Obviamente, hace evocar la definición weberiana de Estado, pero añadiendo la idea de funciones políticas e identificando como tales la de “integración” y “adaptación”. Su mayor aporte fue precisamente ir más allá de la carga normativa de las instituciones, abriendo el camino para comparaciones entre sistemas muy diferentes, en países con grados de desarrollo muy diversos y en diferentes épocas. Sin embargo los estructural-funcionalistas han tenido grandes dificultades, para vincular estos esquemas teóricos con regímenes políticos efectivamente funcionantes, así como para tratar procesos políticos no formalizados y para estudiar las interrelaciones dentro de los sistemas y hacia afuera de los mismos.
Uno de los más citados aportes sobre el sistema político es el David Easton (1969), quien presenta un esquema para el análisis que consiste más en un compendio de conceptos y de definiciones de términos nunca antes usados por los politólogos que en la construcción de una teoría empírica y/o histórica sobre los fenómenos políticos. Han pasado ya casi cincuenta años desde que David Easton escribió The Political System y casi cuarenta desde que publicó las dos obras en las que detalló su esquema de análisis (A framework for Political Analysis y A System Analysis of Political Life) y, desde entonces hasta ahora, es poco lo que se ha avanzado en la construcción de una verdadera teoría sistémica del comportamiento político.
La debilidad mayor de la teoría de Easton de los sistemas políticos fue puesta de manifiesto tempranamente por Eugene Meehan (1985). De acuerdo con Meehan la debilidad fundamental de Easton es que su teoría no pretende explicar fenómenos empíricos, sino simplemente crear un esquema de conceptos abstractos. Así, pretendiendo definir la política como un sistema de comportamientos, Easton terminaría por no definirla. Al reconocer la existencia de sistemas parapolíticos, acepta que la política ocurre en todas partes, en organizaciones menos incluyentes que el sistema político “societal”, pero sin embargo sigue viéndolos como subsistemas dependientes del sistema más abarcador.
Vista así la teoría de Easton, no bastaría con definir la política como el sistema de conductas dirigidas a asignar valores con el respaldo de la autoridad. Habría que precisar el ámbito de validez de tales asignaciones obligatorias (es decir, un territorio) y determinar los miembros del sistema (es decir, la población) que están sujetos a tales obligaciones. En suma, según Meehan, a menos que se entienda por sistema político lo mismo que Estado nacional, queda sin definir la política y, de aceptarse tal sinonimia, entonces el esfuerzo de Easton ha sido puramente nominal, no teórico.
Al asumir el enfoque de sistemas para describir la política, Easton privilegia la estabilidad como un requisito esencial del sistema político. Para algunos de sus críticos esto introduce un sesgo excesivamente conservador en su esquema. Cierto es que Easton se ocupa más de la estabilidad del sistema que de sus transformaciones, sin embargo, el esquema eastoneano permite comprender que, en principio, en los sistemas políticos existen mecanismos que permiten manejar las tensiones emanadas del ambiente, logrando adaptaciones que pueden llevar incluso a cambios de importancia, sin que necesariamente se produzca una ruptura revolucionaria o, en sus términos, una perturbación severa de sus variables fundamentales. En segundo lugar, su enfoque también permite describir procesos de cambio que conducen a perturbaciones tan importantes del sistema político que no conducen a su transformación en un sentido positivo o revolucionario, sino a su deterioro, a la merma severa de sus capacidades e incluso a su desaparición, con lo cual se refuerza la idea de que los cambios políticos radicales no necesariamente son progresistas.
Puede coincidirse con sus críticos en señalar al esquema de Easton su falta de correspondencia con relevamientos empíricos y/o históricos. Sin embargo, esta crítica puede aplicarse al conjunto de la Ciencia Política estructural-funcionalista, sin obviar los innegables aportes que ésta ha realizado para la construcción de abstracciones que permitan entender las interrelaciones lógicas dentro de las comunidades políticas. Si se abandonan los esfuerzos por construir teorías generales en nombre de la falta de referencias empíricas y/o históricas de las construcciones disponibles, de la inutilidad investigativa de tales esfuerzos o de la muy atendible crítica a los supuestos etnocéntricos de tales construcciones, entonces pueden obviarse las discusiones sobre estos conceptos abstractos y concentrar la investigación en el levantamiento de datos micropolíticos. Si, por el contrario, se retoma el intento de construir una teoría general de los procesos políticos decolonial e intercultural, debe volverse a revisar los aportes realizados en la “época de oro” de la Ciencia Política norteamericana, para -parafraseando a K. Marx- “ponerla con los pies sobre la tierra” y aprovechar su riqueza desde nuevas perspectivas epistemológicas.
La corriente cibernética, impulsada originariamente por K.W. Deutsch (1970), por su parte, fue muy eficaz para reconstruir las interrelaciones dentro del sistema político, entre éste y los subsistemas y entre los sistemas. Simplificadamente, el modelo de Deutsch consiste en un diagrama que representa el flujo de informaciones que alimentan los sistemas, partiendo de unos receptores que captan, seleccionan y procesan la información interna y externa. Las decisiones del sistema se toman en base a estas informaciones, relacionadas con la memoria y los valores del sistema, y se traducen en unos determinados resultados o consecuencias que realimentan el flujo de información. No obstante, en tanto esta perspectiva se ha aferrado al análisis comunicacional de los contenidos transportados a través de las redes, ha perdido de vista el carácter determinante y arbitrario de los símbolos y la necesidad de reconstruir contingentemente su producción de sentido.
Este enfoque de los sistemas políticos, que tampoco ha tenido un gran desarrollo más allá de las formulaciones iniciales de Deutsch, ha sido duramente criticado por ser especialmente mecanicista, estático y conservador. Así Oran R. Young (1968) ha criticado la influencia que en él tiene la ingeniería de las comunicaciones, lo que hace que sus analogías no sean especialmente aplicables a los procesos políticos realizados por humanos que son bastante más complejos que las máquinas. Su enfoque de las decisiones políticas exige una racionalidad y una certeza inexistentes en la política. Además, el modelo se concentraría más en los procesos de flujo de información que en los resultados de las decisiones políticas. De los conceptos fundamentales de este enfoque destaca su autor los de capacidad de carga, demora, delantera y ganancia. La carga es el total de información que es tomada en un momento dado. La capacidad de carga es definida como una función del número y clase de los canales de disponibles. La delantera es la capacidad del sistema para reaccionar anticipadamente con base a previsiones de consecuencias futuras y la demora es una medida de la tardanza en informar y actuar en base a la información referida a las consecuencias de las decisiones tomadas. La ganancia es la extensión de la respuesta del sistema a la información que recibe. Tales conceptos permiten la medición de los flujos y la construcción de indicadores de actuación del sistema, pero dejan de lado muchos aspectos sustantivos y cualitativos del proceso de gobierno.
Ambas corrientes han subvalorado el tratamiento de las condiciones de la transición a y desde “lo político”. ¿A partir de qué punto puede afirmarse con certeza que determinados mensajes, alocuciones y prácticas tienen carácter político? ¿Bajo qué condiciones pierden ese carácter? Ya los “nuevos movimientos sociales” de las décadas de 1970 y 1980 plantearon a las Ciencias Sociales (muy especialmente a la Ciencia Política) enigmas que quedaron sin resolver. R. Inglehart (1977) intentó contornear el problema, al explicarlo por un cambio de valores en la sociedad opulenta que conllevaría a la manifestación de insatisfacciones motivadas por miedos y necesidades de perfilamiento de nuevas elites de clase media, pero que no resultarían de carencias materiales. Pero él tampoco explicó bajo qué condiciones esos reclamos se convierten en políticos o dejan de serlo.
Existen diversas tipologías de sistemas políticos y muchas de ellas comparten una misma carencia: están construidas con fines esquemáticos o comparativos, pero en la medida en que, como se vio antes, no hay una teoría de los sistemas políticos validada y general, están demasiado atadas a las circunstancias históricas en las que fueron elaboradas y a la naturaleza específica de los casos incluidos en ellas. Dicho de otro modo, son básicamente esquemas de ordenación de datos elaborados la mayor parte de las veces a partir de generalizaciones empíricas.
Aquí es necesario mencionar[6] la tipología de sistemas políticos elaborada por Samuel Huntington (1997)[7]. La misma obedece al cruce de dos variables que el autor identifica como claves para explicar el desarrollo político: el nivel de institucionalización y el de participación política. Según su nivel de institucionalización, los sistemas políticos pueden estar gobernados principalmente por leyes o por personas. La participación, a su vez, puede ser baja, estando restringida a un pequeño grupo de personas pertenecientes a la elite burocrática o la aristocracia tradicional; puede ser media, cuando los grupos de las clases medias acceden a la política o puede ser alta, cuando a estos dos tipos de grupos sociales se suman los sectores populares.
La relación entre ambas variables no pretende sólo crear esquemas de clasificación, sino que obedece a una hipótesis que pretende explicar la estabilidad. Según la misma a medida que aumenta la participación política, debe crecer la institucionalización, ya que de lo contrario no se mantendrá la estabilidad del sistema. De la relación hipotética entre institucionalización y participación Huntington deduce las diferencias entre dos tipos básicos de sistemas políticos: los cívicos y los pretorianos. Los sistemas cívicos son los que gozan de un alto nivel de institucionalización respecto de su nivel de participación, mientras que los pretorianos tendrían bajos niveles de desarrollo institucional y elevados niveles de participación. Para restablecer el equilibrio sistémico, las fuerzas sociales se verían obligadas a actuar directamente en política, sustituyendo las faltantes burocracias modernizadoras. Los niveles de desarrollo institucional y de participación son variables de una sociedad a otra, por lo que los sistemas cívicos y pretorianos pueden darse en diversos niveles de participación política, pero en definitiva el pretorianismo es el resultado de un nivel de participación mayor que aquel que las instituciones pueden enfrentar.
Con esta obra, publicada originariamente en 1968, S. Huntington estaba evidentemente justificando ex post facto la dictadura brasileña instalada en 1964 y presentando una justificación a priori para todos los regímenes autoritarios supuestamente modernizadores que se instalarían en los años venideros en América Latina. Desde el punto de vista teórico deben señalarse como gravísimas falencias la postulación normativa del equilibrio sistémico como meta a alcanzar por sí misma, la falta de consideración crítica de la estrechez de los sistemas políticos en América Latina y, consecuentemente, su negativa a analizar bajo qué condiciones podría producirse la participación ampliada de los sectores populares. Es que la perspectiva democrática en el tratamiento de la cuestión era completamente ajena a sus preocupaciones.
Estas falencias de la teoría sistémica tuvieron efectos especialmente negativos en la investigación de los sistemas políticos en América Latina. Incluso analistas tan brillantes como G. O’Donnell y Ph. Schmitter (2010)[8] logran en la última reedición de la obra en que sintetizaron sus investigaciones sobre las transiciones desde regímenes autoritarios (una verdadera enciclopedia sobre la des- y la recomposición de regímenes políticos) superar sus antiguos excesos sistémicos y colocar las transiciones desde los regímenes autoritarios en América Latina en relación con los cambios producidos en las sociedades civiles y en las escenas públicas del continente, pero no consiguen explicar cuáles son las condiciones para obtener y mantener la pertenencia a dichos regímenes.
Precisamente el desafío que el estudio de las demandas de las comunidades de origen inmigrante por participación política, así como también las de otras comunidades con referentes identitarios diferentes plantea al concepto de sistema político consiste en definir condiciones típicas de reconocimiento como actor político. Para ello es necesario clasificar las formas de organización y el tipo de prácticas de los movimientos sociales con identificaciones culturales que pueden incidir sobre las prácticas y las instituciones políticas y aspirar a ser reconocidos como políticos. Como primer paso para alcanzar este objetivo a continuación se operacionaliza políticamente el concepto de interculturalidad.

4.2.    Relaciones políticas interculturales

Desde una aproximación intercultural a los derechos humanos similar a la presentada más arriba y desde los estudios de campo sobre la política social L. Guendel (2011) demuestra de qué modo determinadas políticas públicas seleccionadas[9] reproducen la desigualdad social al pretender ignorar la heterogeneidad cultural. Clasifica tres tipos de interculturalidad que a los efectos del presente trabajo podrían denominarse “operativos”:
“Hay tres tipos de interculturalidad: étnica, por género y edad y la asociada a fenómenos del desarrollo urbano y de la complejidad social. El primer tipo es más estructural, pues se refiere a la relación entre estructuras de pensamiento distintas a raíz de orígenes, lenguas, cosmovisiones y conceptos racionalizadores de lo social que han sido invisibilizados, negados o se les ha otorgado un valor negativo. Aun cuando después de más de cuatrocientos años este cúmulo cultural sea resultado de la mezcla entre culturas, tal y como lo afirma García Canclini, constituye un referente simbólico innegable e insoslayable para la identidad de estos pueblos. (Guendel, 2011:14)
Esta clasificación vincula por un lado las diferencias culturales con las reiteradas construcciones de desigualdad social, por el otro toma la relación entre la aparente homogeneidad de las políticas sociales y la producción de desigualdad, para -utilizando precisamente esas mismas diferencias culturales- revertir la desigualdad social. Claro que esta inversión de los enfoques supone previamente una modificación de las metas y objetivos: mientras que las políticas sociales todavía predominantes se orientan a alcanzar el “bienestar social”, las nuevas políticas sociales interculturales se dirigen a alcanzar el “vivir bien” (Guendel, 2011:15).
En general la relación intercultural se da entre una cultura hegemónica, integrada y en desarrollo y fragmentos de culturas subalternas, deconstruidas por largos siglos de sometimiento, o sea con una capacidad limitada para la producción de discursos sobre la organización de la sociedad y, por consiguiente, sobre el orden político. La capacidad de la cultura hegemónica, para imponer sus puntos de vista homogeneizadores depende a la vez de su poder coactivo y de su capacidad de reproducirse material y simbólicamente, para generar la sensación de que no hay opciones.
El molde colonial concéntrico de construcción estatal puesto en práctica en casi toda América Latina desde la construcción de los Estados nacionales en el siglo XIX y su variante brasileña, el modelo oligárquico policéntrico, niegan entidad a los fragmentos de culturas subalternas y se orientan a su desaparición. Por su parte, los actuales gobiernos reformistas tienden a incorporar a los pueblos indígenas, afrodescendientes e inmigrados a sus sistemas políticos, aun aceptando sus “diversidades” culturales, pero a condición de que las mismas dejen de ser políticas, o sea que los grupos minorizados renieguen de la posibilidad de construir centros autónomos de poder dentro de la comunidad política.
Como al mismo tiempo, necesitados de apoyos populares diversos, no pueden recurrir a la opción coactiva, reproducen constantemente el dilema de legitimidad expuesto más arriba. Quizás tendría sentido en este punto recordar un aprendizaje del trabajo de campo realizado por el autor en sus proyectos de investigación: las relaciones interculturales entre culturas hegemónicas y fragmentos de culturas subalternas nunca se establecen directamente, sino a través de los “mediadores interculturales” (Vior/Dreidemie, 2011; Vior, 2012:72-82). Sin embargo, la traducción que éstos realizan, para ser efectiva, debe ser una traducción de cosmovisiones. Los mediadores deben deconstruir las demandas por derechos insatisfechos de sus propias comunidades, entendiendo el lugar que las mismas ocupan en sus representaciones del mundo y del orden político, para reconstruirlas en el orden simbólico de la cultura dominante. Si se tiene en cuenta en primer lugar que las imágenes nacionales ocupan en el imaginario del Estado burgués el lugar que la sacralización del orden humano tiene en las culturas americanas y, en segundo lugar, que por esa misma razón la articulación de las imágenes nacionales en nuestro continente responde a algún tipo de modelo cristiano, puede entenderse el proceso de traducción intercultural que los mediadores realizan como uno de resignificación de las imágenes nacionales. La referencia a la imagen nacional vigente, para refuncionalizarla, incorporarle nuevas articulaciones simbólicas y modificarla hasta tornarla favorable a los intereses de las comunidades subalternas se convierte así en el eje de articulación de la relación de estos grupos con los sistemas políticos.
En tanto la apelación a la imagen nacional en la lucha por le hegemonía construye representaciones de ciudadanía[10], estas referencias cruzadas a la imagen nacional vigente en las relaciones interculturales reorganizan constantemente las dimensiones simbólicas de los sistemas políticos modificando sus reglas de incorporación y funcionamiento.
Esta modificación de las metas y objetivos de la política plantea la necesidad de grandes debates sociales para alcanzar consensos, pero los mismos no pueden construirse sobre el supuesto ilusorio de la igualdad de las condiciones de partida y una lógica de la argumentación compartida. Muy por el contrario, deben considerar la heterogeneidad cultural como un dato de partida y como parte del proceso. “El reto es incorporar la diversidad cultural (diferencia) como un principio organizador de la política social y como una dimensión necesaria para completar esta idea de universalidad.” (Guendel, 2011:17)

5.      Conclusiones

Al plantear la cuestión a tratar en esta contribución, se partió de la relativa debilidad de los Estados nacionales sudamericanos, para regular las relaciones sociales y controlar la construcción de subjetividades sociales y culturales después de que durante treinta años de neoliberalismo disminuyera su capacidad regulatoria y su influencia cultural. La construcción de nuevos regímenes políticos más democráticos pasa por algún tipo de articulación con los movimientos sociales surgidos en el período anterior.
Las elites reformistas persisten en desarrollar regímenes políticos monocéntricos y, por lo tanto, monoculturales, por más que reconozcan la “diversidad” de sus sociedades, pero sin otorgarle entidad política. Como por otra parte han renunciado a la coacción como forma de sometimiento e inclusión subordinada de las minorías étnicas y culturales, se encuentran en un dilema: necesitan ampliar sus bases de apoyo, incorporando a dichas minorías a los regímenes políticos existentes, pero sin renunciar a las articulaciones culturales monocéntricas que los organizan desde sus fundaciones, en particular a las imágenes nacionales. No importa que las mismas hayan sufrido grandes cambios en sus contenidos y articulaciones; por más que hayan sido democratizadas y hoy tiendan a representar comunidades políticas igualitarias y democráticas, siguen estando organizadas por una lógica discursiva de matriz occidental que no reconoce otros centros de la comunidad que los estatales-nacionales. En estas condiciones se hace imposible incorporar a los regímenes políticos a comunidades que están desarrollando fuertes procesos identitarios.
En el curso de este trabajo se han revisado algunas de las principales contribuciones sobre el sistema político, desarrolladas en la Ciencia Política en su gran mayoría en las décadas de 1960 y 1970. En todos los casos se ha señalado que los sucesivos y contradictorios aportes coinciden en omitir el tratamiento de las condiciones para el acceso al y la pérdida del status político. Al mismo tiempo se han indicado en las diferentes aproximaciones la sobrevaloración de los momentos de estabilidad de los sistemas, las dificultades de los autores para conceptualizar las posibilidades de adaptación a cambios externos y desarrollos internos y las connotaciones reaccionarias de algunos marcos normativos antidemocráticos como el de Huntington.
A la luz del desinterés posterior de los politólogos por el tratamiento teórico del concepto de sistema político cabría preguntarse qué sentido tiene tratar de revivirlo después de cuarenta años. En principio, debe partirse de constatar que este concepto es un “metaconcepto”, o sea un articulador de conceptos y no de datos históricos y/o empíricos, pero que sigue siendo utilizado ampliamente tanto en la vida académica como en la política práctica como si fuera un instrumento operativo de los discursos políticos cotidianos. Además no parece haber sido remplazado por ninguna construcción teórica capaz de abarcar el conjunto de los valores, normas y símbolos, las prácticas, los agentes y las instituciones que compiten por el poder en comunidades organizadas políticamente.
Parece por consiguiente recomendable, aunque sea provisoriamente, insistir en el uso de este concepto como un instrumento heurístico que puede ayudar a entender las complejas interrelaciones entre sus componentes, siempre y cuando se lo separe de su uso cotidiano. Para que pueda cumplir esta función, empero, es necesario que el concepto revisado cumpla algunas condiciones que no se tuvieron en cuenta antiguamente:
  • a)      Debe entenderse el sistema político como la totalidad interrelacionada de los agentes e instituciones y sus prácticas en la lucha por el poder político, de modo que en el análisis se incluyan tanto los agentes, instituciones y prácticas formalizados como los que actúan informalmente, pero con efectos políticos. Por consiguiente no existen fenómenos políticos que puedan pensarse fuera del sistema político, pero todos los fenómenos que tienen efectos políticos son materia, aunque sea ocasionalmente, del sistema político.
  • b)      Al contrario de las visiones cibernética y sistémica en el análisis de los sistemas políticos debe priorizarse la perspectiva de conjunto sobre la interrelación de las partes. Los sistemas políticos representan matrices conceptuales abiertas y en permanente cambio, abstraídas de los desarrollos políticos históricamente estudiables.
  • c)      Por consiguiente, debe ubicárselos teóricamente al nivel de los regímenes de acumulación, en formaciones históricas de mediana duración y vinculados con fases determinadas de los ciclos de las revoluciones burguesa y popular. Los sistemas políticos se articulan con las prácticas políticas cotidianas a través del concepto de régimen político, necesariamente híbrido, contingente y localizado.
  • d)      Considerando tanto las condiciones del Estado periférico como el surgimiento de varios centros de poder dentro del territorio de su jurisdicción, la noción de sistema político debe suponer la posibilidad de que el sistema no esté completamente centrado en sí mismo y que dentro de él haya que considerar varios centros de poder de importancia diversa.
  • e)       Consecuentemente debe hacerse siempre la salvedad de que cualquier explicación de un sistema político remite necesariamente a una tipología de los mismos, en tanto el mismo forma parte de un orden político regional y mundial complejo, pluricéntrico y en transformación.
  • f)      De manera similar, si se presupone la convivencia de distintas y encontradas cosmovisiones dentro de la misma sociedad, el concepto de sistema político debe incluir la posibilidad de distintas lógicas de argumentación, órdenes simbólicos en conflicto y barreras interculturales a la comunicación intra- y extrasistémica.
  • g)       En consecuencia es preciso sustituir la noción de estabilidad sistémica por la de equilibrio inestable. Los sistemas políticos contemporáneos está signados por el conflicto permanente.
  • h)       Desde el punto de vista epistemológico debe descartarse la idea de que los componentes de un sistema político sean simples generalizaciones de relevamientos empíricos y/o históricos. Más bien se los debe ver como mapas de las interrelaciones discursivas y simbólicas entre los actores políticos.
Planteado de este modo el concepto de sistema político puede recuperar su centralidad para el estudio de los procesos políticos de duración media en sociedades periféricas pluriculturales, en las que la interpelación de las nuevas construcciones identitarias hace inviable el mito de la neutralidad y/u homogeneidad cultural y dar sentido a los estudios empíricos e históricos sobre los regímenes políticos y sus relaciones con los regímenes de acumulación.
La crisis del viejo orden político mundial y de sus articulaciones en los Estados del capitalismo periférico sudamericano, así como el relanzamiento en éstos de las revoluciones burguesa y popular interrumpidas en fases anteriores de su historia plantean la necesidad de nuevas categorías de análisis de los procesos políticos. No se trata sólo de construir categorías descriptivas de procesos particulares y cambiantes, ni de continuar aplicando conceptos derivados de teorías formuladas en Europa y/o en los Estados Unidos que desconocen las condiciones peculiares de los desarrollos políticos que tienen lugar en el continente. El peso mundial que están adquiriendo los procesos reformistas sudamericanos requiere reconstruir los aparatos conceptuales necesarios, para pensarlos en dimensiones mundiales y en las duraciones de los ciclos de mediana duración del sistema mundial capitalista. En este nivel puede resultar eficaz reformular y aplicar nuevamente el concepto de sistema político.
Para ello puede resultar muy productivo comparar, generalizar y tipificar los conocimientos alcanzados en las investigaciones sobre las intervenciones en los regímenes políticos de grupos sociales y culturales construidos como ajenos y extraños, porque de este tipo de estudios pueden extraerse conclusiones iluminadoras sobre las condiciones de variabilidad de los regímenes políticos que permitan construir tipos de sistemas ajustados a los procesos históricos continentales.
El autor es consciente de las enormes dificultades epistemológicas y metodológicas que esta línea de investigación y de producción teórica encierra, pero piensa que la Ciencia Política latinoamericana ya no puede seguir escapando a su responsabilidad de construir teoría desde el Sur. El peso y la dimensión de los procesos que se están produciendo en torno a nosotros son demasiado grandes como para reducirlos a un puro registro fáctico o encasillarlos dentro de cajas conceptuales importadas. Es la hora de construir nuevas universalidades conceptuales y no podemos faltar a nuestra responsabilidad.

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[1]              La síntesis y elaboración de las investigaciones realizadas por el autor puede encontrarse en Vior (2012)
[2]              “Bestandsaufnahme demockratischer Initiativen in der politischen Bildungsarbeit mit muslimischen Jugendlichen in Deutschland” [Relevamiento de las iniciativas democráticas en la formación cívica de jóvenes musulmanes en Alemania] (Vior/Manjuk/Manolcheva, 2004). Proyecto de investigación realizado en 2002/03 en la Universidad de Magdeburgo por encargo del Ministerio Federal del Interior de la RFA.
[3]              Caracterizadas por el reconocimiento jurídico y político de “identidades culturales” formalizadas legalmente como inamovibles dentro de contextos constitucionales establecidos por “los pueblos fundadores” del Estado y cuyos principios y orientaciones axiológicas y normativas se consideran intocables. (Bonilla, 2012; Máiz, 2008; Sidekum, 2003).
[4]              Con los desajustes y problemas de articulación subsecuentes a la incorporación de grupos heterogéneos a sistemas políticos con valores, normas y símbolos tradicionalmente elitistas.
[5]              En algunos ejemplos -como el del movimiento argentino Túpac Amaru o el brasileño Sem Terra- las elites reformistas incorporan a los liderazgos de estos movimientos, aceptan coyunturalmente la presión que éstos ejercen sobre los sistemas políticos locales, pero no los reconocen oficialmente como parte de los sistemas políticos. Los mantienen en una situación de semiperiferia, para mantener a la vez buenas relaciones con dichos movimientos sociales y con las elites locales aliadas dentro de sistemas federales donde los poderes locales y regionales tienen peso territorial y parlamentario.
[6]              Por sus enormes y terribles efectos sobre la política latinoamericana, de ningún modo por su trascendencia teórica.
[7]              Originariamente aparecido en 1968.
[8]              Originariamente publicado en 1988.
[9]              Él toma como base de comparación las políticas educacionales y sanitarias en Costa Rica, Ecuador y Bolivia.
[10]             En su doble acepción de individuo dotado de plenos derechos y de espacio público en el que los ciudadanos dirimen sus diferencias.

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Eduardo J. Vior